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Foto del escritorDavid Fuchs Chiu

La Democracia y la Paz

Actualizado: 27 oct 2022

Qué duda cabe de que el orden político y económico de la posguerra (fría), que llevó a Francis Fukuyama a hablar del fin de la historia, apenas logra mantenerse, como si se tratase de una vela poco antes de agotarse. Establecer exactamente cuáles fueron las causas que horadaron la hegemonía atlántica puede ser complejo y no exento de debate; sin embargo, una serie de hechos nos pueden dar algunas pistas. La crisis económica de 2008, nunca del todo superada, marca el inicio de una década donde los estados occidentales han debido enfrentar serias dificultades para sostener el crecimiento económico, poniendo fin a la ilusión neoliberal. Sumado a lo anterior, hemos presenciado la emergencia de China como superpotencia, el inicio de la cuarta revolución industrial, la elección de Trump, el Brexit… ah, y la pandemia más grave en 100 años. Así las cosas, el mundo comienza una etapa multipolar en la distribución del poder, donde las posibilidades de nuevos conflictos armados aumentan.


Si bien podría resultar atingente escribir sobre la invasión rusa a Ucrania, el expansionismo de la OTAN hacia el este, la pretensión de China de conseguir la unificación con Taiwán antes del centenario de la Revolución China, o la búsqueda por dominar el Indo-Pacífico por parte del mundo anglosajón, resulta interesante preguntarse también aquello de lo que poco se habla en tiempos violentos: ¿se pueden mejorar las chances de alcanzar la paz?


La búsqueda de una paz duradera no es nueva. A fines del siglo XVIII, Immanuel Kant desarrolló su obra política “Sobre la paz perpetua”, en la cual promueve un nuevo orden mundial mediante una serie de condiciones, que, de cumplirse por parte de los Estados, permitiría terminar con las guerras y alcanzar un estado de paz permanente. La obra consta principalmente de nueve artículos, seis preliminares y tres definitivos, en donde se establece, entre otras cosas: la necesidad de terminar con los ejércitos permanentes; que los acuerdos de paz se firmen de forma sincera y no para ganar tiempo; la prohibición de que un Estado emita deuda a cambio de colaboración militar; que los Estados sean parte de una federación que regule las relaciones entre ellos; y quizá, lo más relevante para nuestros tiempos, la necesidad de que los Estados adopten la forma de República.


Aunque Kant confiaba en que la propia naturaleza empujara a la humanidad a un estado de armonía, incluso contra su propia voluntad, también existe otra interpretación que plantearía que hay una gran ironía detrás, pues la “paz perpetua” es aquella que sólo alcanzan los muertos. En cualquier caso, más de 200 años de conflictos, y donde incluso hoy la amenaza nuclear ha vuelto a aparecer, nos llevan a constatar que la paz mundial es aún lejana. Pese a lo anterior, las ideas de Kant han servido de base para la corriente idealista de las relaciones internacionales, esto es, el intento no por describir las relaciones entre Estados, sino transformarlas para alcanzar una paz estable y duradera. Las ideas kantianas sirvieron de fundamento no sólo para que Woodrow Wilson impulsara la Sociedad de las Naciones, que a su vez sirvió de antecedente para la creación de la Organización de Naciones Unidas, sino que también dio pie a la teoría más difundida actualmente respecto de cómo alcanzar la paz, la teoría de la paz democrática.


Esta teoría se basa en una premisa muy simple: las democracias no entran en guerra entre sí. Una revisión de los conflictos militares en que se vieron involucrados uno o más Estados desde las primeras décadas del siglo XIX, nos muestra que en todas las guerras uno o más intervinientes no podía ser calificado de democracia. ¿Y cómo se relaciona esto con la paz perpetua de Kant? Bueno, tal como se mencionó, uno de los requisitos para alcanzar la paz perpetua era la necesidad de un gobierno republicano; si bien es cierto que Kant no hace referencia a la democracia, la idea republicana es coincidente con la idea de frenos y contrapesos en los sistemas democráticos contemporáneos. Que las democracias no entren en guerras entre sí se debe principalmente a que los sus ciudadanos no consideran válido hacerlo con otro país que tenga un sistema de gobierno similar, y que, por lo mismo, el líder de un país perdería el apoyo de los votantes en caso de iniciar una guerra contra otra democracia. De lo anterior se podría desprender entonces que, si los estados democráticos promovieran sus ideales y formas de gobierno más allá de sus fronteras actuales, el mundo podría pasar a una inédita etapa donde la paz perpetua que imaginaba Kant finalmente se pudiera hacer realidad.


Hasta aquí todo pareciera muy bonito, pero inevitablemente surgen algunas preguntas: ¿no ha sido acaso la promoción de la democracia la excusa más habitual de Estados Unidos para invadir militarmente otros países?, ¿tiene algo de razonable que la población civil de naciones como Cuba sufran largas décadas de sanciones que supuestamente buscan ayudar a la misma población que castigan?, ¿cómo se explica entonces que sociedades que experimentaron la democracia terminen deviniendo en gobiernos autócratas como Rusia? Estas y otras preguntas similares, que se podría estar haciendo el lector, nos muestran lo que podría llamarse el lado oscuro tras la idea de la paz democrática. Pese a que, en efecto, las democracias no entran en guerras entre sí, esto no dice que sean menos propensas a hacerlo que las autocracias; de hecho, cuando se presenta un conflicto armado entre un país democrático y uno autocrático, lo más normal es que sea el país democrático quien haya iniciado la guerra. Una revisión rápida nos muestra que democracias consideradas ejemplares, como Dinamarca o Noruega, no han tenido reparos en apoyar militarmente las acciones armadas encabezadas por Estados Unidos. La lógica detrás de estas acciones presenta una paradoja, pues para que los países bajo sistemas autocráticos sean pacíficos, sería necesario convertirlos en democracias por la fuerza de las armas. Algunos críticos a la teoría de la paz democrática van incluso más allá, al plantear que la paz no sería producto de la democracia, sino resultado de la prosperidad de la que gozan principalmente ciertos países occidentales, prosperidad, por cierto, que se obtendría en parte gracias a la existencia de países pobres.


¿Lo anterior implicaría entonces que aspirar a una paz global sería una quimera?, ¿que, en términos hobbesianos, ante la ausencia de un leviatán que pueda ordenar a las diferentes naciones, el sistema internacional estaría condenado a convivir bajo un estado de naturaleza?


En este punto, y sin negar las críticas que se realizan a la teoría de la paz democrática, es quizá conveniente establecer ciertos matices. Si bien es cierto que dicha teoría muestra ciertas fisuras, también pareciera que sus críticos se centran demasiado en poner su atención en las avanzadas democracias europeas, obviando que, no exenta de dificultades, la democracia también se desarrolla fuera de los centros de poder, como es el caso de América del sur. Sudamérica se ha convertido en una de las zonas más pacíficas del mundo, lo cual es, en buena medida, atribuible a sus democracias. Las pocas veces que en la región la paz se ha visto amenaza en los últimos 50 años, ha sido cuando la democracia se ha visto interrumpida, como sucedió en el conflicto entre las dictaduras chilena y argentina en 1978, o durante el conflicto del Alto Cenepa en 1995 entre Perú, regido por la dictadura de Fujimori, y Ecuador.


Cabría preguntarse, entonces, por qué Sudamérica, lejos de los centros de poder y sometida aún a prácticas neocoloniales, es capaz de mantener sistemas democráticos y pacíficos, a diferencia de los fallidos intentos de las potencias occidentales por establecer democracias sólidas en las zonas de influencia de sus antiguas colonias. Quizá una posible respuesta esté en la definición de democracia que se ha intentado instalar en países de Oriente Medio o África. Pese a muchas dificultades, las democracias en Sudamérica, y su paz casi permanente, persisten quizá, en buena medida, gracias a la convicción de sus ciudadanos de que los sistemas democráticos son una forma efectiva de mejorar sus vidas, de reducir las desigualdades, y la mejor forma para aspirar a que ninguna persona esté por sobre otra. En cambio, los intentos de democratizar países como Irak o Afganistán sólo han buscado generar democracias minimalistas, las cuales únicamente servirían para que sus habitantes determinen qué miembros de la élite los va a gobernar, y no para direccionar políticas que vayan en beneficio de la ciudadanía. De esta forma, cuando la democracia se vuelve inútil para la gente, la posibilidad de que surjan autócratas aumenta considerablemente.


La democracia, y la paz, hoy atraviesan tiempos complejos. Con la deriva autoritaria de la India, se calcula que sólo una de cada tres personas vive actualmente bajo sistemas democráticos, y las autocracias con armas nucleares superan a las democracias que las poseen, tanto en número de Estados como en número de ojivas. Si las potencias occidentales realmente desean crear una gran zona de seguridad más allá de los Dardanelos, la promoción de la democracia debiera no tener por objetivo la instalación de élites funcionales para los intereses de los países ricos, sino promover que un gobierno democrático es la forma más efectiva para superar las injusticias y mejorar la calidad de vida de quienes habitan esos territorios.

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